Little Miss Sunshine es una película que había querido ver cuando la estrenaron hace varias lunas y particularmente, ayer había una función especial y después de buscar entre todos mis posibles acompañantes, decidí ir solo.
Había escuchado sobre la niña (Abigail Breslin) nominada al Oscar por su interpretación, sobre la nominación a tres más de estos premios y sobre los dos que se ganó. Había leído columnas a favor y en contra de esta película, emociones cotidianas que tienden a chocar si tenemos en cuenta que cada cabeza es un mundo.
Pero, vaciando todas las historias y lecturas previas, me lance al ruedo, armado con un Hot Dog, una bolsa de palomitas de maíz y una gaseosa.
Primero que nada, había escuchado que la niña con toda su ternura y su pancita falsa no lograban conmover a nadie. ¡¡¡Pero… que… por favor!!! Aquella escena donde la niña le dice a su abuelito que no quiere ser una perdedora porque su Papá odia los perdedores, hace a esa niña merecedora de algo más que un oscar, hace merecedora de cualquier corazón. Yo he convivido con niños el 90% de mi vida, quizás por eso sigo siendo demasiado niño para mis muchos siglos de edad, y puedo dar fe que la carita que esa niña pone al llorar, es exactamente el llanto de un niño, un llanto que no es amargo como el viejo ni terrenal como el del joven, es un llanto que expresa su nacimiento, es un llanto que marca el ahogo cuando es triste y que libera cuando es de felicidad. Yo he convivido con malas telenovelas el 90% de mi vida, y puedo decir que ese llanto postizo y obligado que lanzan las estrellitas débiles no es ni la mitad de emocional al llanto de esa pequeñita.
También me identifiqué con aquel chico daltónico quien descubre que será rechazado en la fuerza aérea. A mi me pasó lo mismo, solo que yo protagonicé mi rechazo directamente en los exámenes de admisión. Ni siquiera tenía idea de que nuestro idioma acuñara tal palabra ni que mis ojos no podían acuñar la totalidad de colores requeridos.
Esa película fue simplemente un cuento; un cuento de esos que me gusta leer. Un cuento donde los personajes son fantásticos en su simpleza y las cosas simples son maravillosamente elaboradas. Las situaciones quizás son imposibles, los personajes talvez son demasiado increíbles, el viaje talvez es irrealizable, pero, ¿acaso no es ese el recurso que nos heredaron los grandes cuentistas para cocinar una buena historia? Yo supe disfrutar esa película, mucho más que las palomitas y el hot dog. Yo saboreé el cuento que alguien construyó para mi, viéndome reflejado en una serie de personajes y situaciones cómicos, sutiles y adorables. Yo me devolví veinte años atrás, cuando todos se preocupaban porque era un niño gordo, pero ninguno se preguntaba si era un niño feliz. Yo quise vestirme con el personaje de esa niñita sincera y regordeta que hasta último momento, aun viéndose en total desventaja frente a sus rivales, saca una casta heredada de su abuelo, un hombre que a propósito, dice algo, quizas no muy apropiado, pero si demasiado profundo: “Los jóvenes no tienen excusa para consumir droga, los ancianos no tienen excusa para no hacerlo”. Yo, citando a Liniers, dejé que alguien me prestara por un ratito su imaginación para hacer más grande la mía.
Ese era yo, solo, con las manos en los bolsillos, caminando rumbo a casa. Paré en la heladería y exterminé las reservas del sueldo anterior con un helado de cereza enorme. Era hora de endulzar la boca después de haber endulzado durante cien minutos el corazón.