martes, 28 de julio de 2009

Sobre una buena elección... mi propia eleccion

Los aromas son y serán algo cautivador. Muchas veces recuerdo un aroma con mayor facilidad que un evento y de hecho mi galería de recuerdos interna está catalogado en aroma de comida, de personas, de lugares, de los árboles en mi infancia… He de confesar que en lo único en lo que mi frágil economía se estira para derrochar es en perfumes.
Aquella noche había resultado algo diferente de lo que pensé, nuestro convenio de encuentro era para compartir dos soledades, simplemente eso. No había nada que nos uniera ni teníamos cosas en común que nos significara algún contacto. Como diría una buena amiga “nunca se debe convertir en persona al amiguito especial”… pero la figura de amiguito especial que yo estaba jugando definitivamente iba en contra de la carga emocional que tenía la noche. Era como el dulce placer de un cuento que sabes que va a terminar en algún momento, pero que se debe disfrutar mientras dura y así fue, lo disfruté con una ansiedad infantil porque las atenciones que me colmaron no son algo cotidiano en la lejana galaxia que habito; las personas que te muestran algo de cariño son pocas y como tales son invaluables.
El olor del humo del cigarrillo de nuevos amigos a los que fui presentado como otro amigo no me molestó por primera vez en mi vida. Frente a ellos la situación no cambió: miradas atentas, sonrisas repentinas, roces “involuntario” comenzaron a sentar una trama diferente en el fondo que yo personificaba.
El olor de la noche llegaba a través de una ventana a la que le faltaba un vidrio. Es un olor a frío… a misterio dirían otros, pero cada noche tiene un olor en particular. Esa noche me olía a goce, pero no ese goce particular que se puede resumir en sexo. Esa noche me olía a goce racional, intelectual y sensorial, esa noche me sentí complacido en todos los aspectos en los que se pueda usar esa palabra… pero como todas las cosas lindas, esa noche terminó.
Me levanté silencioso y le miré dormir. Siempre hay algo de paz al momento de mirar quien duerme profundamente. Tomé un bolígrafo y un papel y escribí una nota, robando alguna frase de una vieja canción… “Dormir con alguien es lindo en ocasiones… dormir contigo fue el camino mas directo al paraíso”
Luego comenzaron a llegar miles de pensamientos por mi cabeza, entre ellos los motivos que me habían llevado hasta su cama, las palabras que se habían convertido en ley desde mucho antes que nos conociéramos y el convenio definitivo de que no pasaría nada más que una buena noche… una excelente noche.
Tomé el papel de la nota y lo guardé doblado en el bolsillo de mi pantalón. Hay ocasiones en que los amigos eventuales no pueden pretender convertirse en persona. Le desperté para despedirme y con un simple adiós bajé las gradas y me encontré en la calle. El cielo amenazador de un domingo lluvioso y su respectivo olor me acompañaron hasta la parada del autobús. Horas mas tarde, solo en mi casa, mirando llover a través de la ventana, pensé en lo mucho que me hubiese gustado que fuera la persona que he estado buscando… aunque sabía que no lo era.

sábado, 25 de julio de 2009

Sobre mentiras.... y mas mentiras.

Si esa mano anónima obró de buena fe ya lo decidirá el diablo.

El hecho fue que a mi buzón llegaron dos correos; uno con la contraseña del buzón él, de mi nueva ilusión, el otro con una conversación del facebook donde intercambiaba mensajes con un apuesto chico, en las mismas fechas en las que se ha visto conmigo.

Una ira irrefrenable me invadió, una oleada de rabia y desazón puestas toda en el mismo contenedor, incapaz de mantenerla dentro… demasiada desilusión para mi pobre humanidad.

Entonces armé las palabras con retorica implacable, demostrando mi enojo, tirando a su cara el veneno que me corroía las entrañas, pero entonces, una certeza me apuñalo el costado: él y yo no somos nada.

Nos hemos acostado, hemos salido, hemos reído y hablado del amor y otros demonios, pero la verdad es que no somos nada… no puedo yo culparle por auto-sembrar en mí ilusiones.

Entonces… ¿Quién putas me puede definir a que tenemos derecho los “amigos con derechos”? ¡Joder! Eso es una mierda, sobre todo para los idiotas como yo que no distinguimos los linderos del corazón con los de la cama. ¿Ahora qué debo hacer? ¿Pretender que nada ocurrió y seguir calentándole la cama cuando las hormonas lo pidan o inflamarme de rabia como un pavo y mandar todo al carajo?

¡¡¡Ahhhh pero es que yo no aprendo y bien merecido lo tengo!!!! ¿Acaso fue el primero? ¡No! Estas especies abundan entre las autóctonas de mi romancero personal. Mentiras, mentiras y más mentiras… y encima me aterro por una mentira más, por un mentiroso más.

No voy a decir que al diablo el amor… para qué coño mentirme, si podría poner mi vida en manos del primero que me diga palabras bonitas… pero, ¡al diablo él! Al diablo con sus patrañas y sus cuentos enredados; al rincón de los recuerdos no gratos y ¡Ala! A empezar de nuevo… ¡A la caza de nuevas mentiras!

miércoles, 22 de julio de 2009

Sobre el adios a los pelos

Cuando niño siempre pensaba en qué ser cuando grande. Policía, marinero, biólogo marino, enano de circo, presidente del gobierno; no quise ser bailarín de reality, porque en esas bellas épocas aun no estábamos tan contaminados por la televisión. Pero hace algún tiempo al mirarme al espejo he tenido la certeza de lo que seré cuando grande: voy a ser calvo.

Y es que mirando mi vello capilar tono medio (Hombre, medio tirando a bajo) creo que esta cabellera que ha conocido tantos cortes y que se ha visto de los más variopintos diseños no llegará a los treinta y pico.

Ahora mi pregunta varía un poco. ¿Seré yo en el futuro un calvo orgulloso de mi pelada? O por el contrario trataré de ocultar lo evidente haciendo uso de lo escaso: peinarme una hilera de pelos para tratar de simular una leve sombra sobre el coco liso.

Bueno, el destino venía escrito al nacer sin un pelo de tonto, sin pelos en la lengua y con un retraso en el resto de mi pelaje (cuando mis compañeritos narraban selvático lo que en mi anatomía aun era desértico)… pero es que sentir las ideas tan ventiladas es otra cosa. Me sentiré como pensando con una bola de cristal, donde todos pueden ver mas allá de lo evidente!

La hermosa Celia Cruz (Aunque los canones de belleza afirmen lo contrario) lucía un sinfín de pelucas de colores coquetas y elaboradas. ¿Deberé ser yo uno de esos que esconden bajo el peluquín lo que la madre naturaleza se encargó de brillar? Bueno, esta no sería una mala alternativa si no contamos con horror la infinidad de Videos Locos donde al pobre calvo se le cae la peluca en el grado de la hija, en mitad de un discurso o en una gran olla con comida.

¡No, No al macabro peluquín! Seré un calvo de los de antes, de esos orgullosos que se extinguieron con los caballeros y los dragones. Seré un calvito digno como San Francisco (aunque de franciscano solo tenga la pobreza) como Ghandi, como Sean Connery o ¡como Amy Winehouse si es que sigue empeñándose en hacer ese macabro moño!

¡No a las abundantes cabelleras de los famosos de las películas!

Seré un calvo digno, presidente de la ACD Asociación de Calvos Dignos… y nuestra publicidad la hará una bien rapada Britney, demostrándonos que quedarse calvo también es una buena manera de hacer historia… aunque solo sea la historia personal.

miércoles, 15 de julio de 2009

Sobre mi versión de lo que pasó esta semana en mi pueblo natal.

Ella le descargó el cuchillo con el odio fosilizado que llevaba entre las venas. Trato de meterlo en la articulación del hombro, pero después de recibir un puñetazo en la cara simplemente lo tiró donde cayera. Ramiro la miró con asombro, y trató de mirar el cuello de la camisa donde el líquido vital comenzó a dibujar rosas mortales; ella retrocedió unos pasos con el arma en la mano izquierda mientras con la derecha se tapaba la boca. Aun años después, en prisión, ella recordaría la mirada llena de sorpresa mientras retumbaba en las oscuras paredes la última palabra que él le dijo: “¡Puta!”

La golpeó en año nuevo, la golpeó en las fiestas de barrio, la golpeó porque sí y la golpeó porque no; ella aceptó su destino con una sumisión evangélica y se etiquetó a sí misma como una presa del lobo aquel; como el objeto que estaba en casa y que por lo tanto tenía que esperar y recibir todo lo que llegara de afuera. No hubo una sola persona que no le dijera que lo dejara. No hubo una sola persona que no le ofreció su ayuda para alejarse de aquel lugar y continuar su vida mutilada más allá de los alcances de aquel verdugo, pero para ella Ramiro podía llegar hasta el fin del mundo y allá, en el fin del mundo, matarla.

Ramiro salió trastabillando hasta la calle; el inclemente sol de las tres de la tarde derretía las tejas de zinc mientras en la lejanía un vecino ponía huapangos de Miguel Aceves Mejía. Se quitó la mano del cuello y el poderoso chorro que había cambiado de color la camisa ahora era un caudal que poco a poco lavaba el único error que dos buenas mujeres habían cometido en la vida: su madre al parirlo y su esposa al tomarlo por compañero.

Nadie lo ayudó. Nadie atendió la suplica silenciosa que esos ojos, ahora humildes, lanzaban mientras una mano, estirada hacia el cielo, le regalaba al hombre un aire de loco indefenso que no habría de convencer los corazones callosos que lo miraban sin piedad.

Cayó de rodillas, mirando desde su agonía muda cómo la sombra de las tres de la tarde se teñía de rojo en el suelo donde habría de caer, donde habría de morir bajo la mirada atenta de quienes lo conocían.

Ella continuaba en la puerta, momificada, con una mano en la boca y mientras la otra estaba aferrada al cuchillo limpio y brillante que no demostraba en su hoja ser el asesino de aquel hombre en la mitad de la calle.

Un anciano, que había dejado de lado la partida de dominó que muy seguramente iba a ganar, caminó hacia ella y bajo la mirada atenta de todos los vecinos le quitó el cuchillo de las manos y lo tiró a un techo.

Cuando llegó la policía, nadie la acusó a ella. Nadie dio una mirada sospechosa, nadie dijo nada. Todos alrededor de un muerto sin dueño simplemente callaban y agachaban la cabeza hasta que ella, acosada por sus propios rencores y por el rojo infernal del suelo manchado, entre sollozos le contó a los policías todo lo que había pasado. “Yo solo lo quería asustar, nunca quise matarlo”; un policía joven, casi niño, le puso las esposas y la ayudó a subir al carro con una piedad genuina, él le creía.

La patrulla de la policía se iba dejando un rastro de polvo en los corazones de todos aquellos cuya única pena era tener ahora una amiga en prisión.

Al muerto de nadie simplemente lo alzaron, se lo llevaron y solo quedó en todos como un mal recuerdo, un mal bicho que fue borrado por un baldado de agua con el que una señora flaca y sin dientes arrasó la mancha roja que había dibujado las tres de la tarde en el suelo de la calle.

viernes, 10 de julio de 2009

Sobre santos modernos en galaxias lejanas

Sé que algún día me van a rescatar de los mugrosos anaqueles de sus recuerdos y la imagen que van a tener de mi, será una risa... quizas de burla. Por elemental justicia me voy a morir primero que ellos; todo para ejercer mi última voluntad: obligarlos a que me extrañen.

Debe ser una pesada cruz ser amigos míos, pero ellos la han cargado por cincuenta y pico de semanas interminables donde quizás mil veces han pensado, en un descuido, envenenarme el trago librándose por fin de dictadorcito… han ganado su santidad resistiendo esa tentación.

Yo grito, ordeno, deliro, me refundo en enojos tontos que finalmente yo mismo tengo que descolgar para izar de nuevo banderas de paz. Ellos impasibles me ven como a los toros viejos desde la barrera, con un aire de comprensión y misericordia por mis delirios de grandeza.

Me aman, yo sé cuánto me aman y espero que la vida me alcance para demostrarles cuanto los amo. Un año a mi lado, siempre, sin más preguntas que las necesarias y sin más respuestas que las que yo quiera dar.

Ahora en mi lejana galaxia han sido declarados Santos Varones, Jako y Green, Green y Jako, dos pilares enormes que me han sostenido y que espero que me sostengan por mucho tiempo más.

Quizás algún día yo no esté cerca, quizás algún día el dictadorcito pare de dar órdenes y de enojarse por sus llegadas tarde (y por los miles de defectos que tienen jejeje)… pero para entonces yo ya habré ganado mi inmortalidad en sus corazones, una inmortalidad que venía escrita en mis estrellas desde tiempos de mis ancestros.

Ahora me deben un favor más grande, ahora me deben su propia salvación. Total, no habrían ganado la santidad de no haber tenido que soportar el martirio de soportarme… aunque sé que yo no hubiese podido soportar la nostalgia eterna de nunca haberlos conocido.

lunes, 6 de julio de 2009

Sobre los primeros golpes de mi vida

Cuando él me dio la primera trompada, yo ya sabía que había perdido la pelea. John Jairo no solo era el más grande y fuerte del salón, sino que además era amigo exclusivamente de los niños de quinto, lo cual en una primaria era tener a como Dios en un frasquito.

Unas horas antes, cuando estaba en la fila de la tienda con mi almuerzo en la mano, John Jairo al coger un balón me hizo tirarlo todo por el suelo. Confieso que no fue temeridad de mi parte ni un acto de valentía pero instintivamente de mi boca, con toda la gana, salió un “¡Marica!” que no debía combinar mucho con mi siguiente cara de terror. ¡¿Cómo había podido ser tan idiota de decirle marica a John Jairo?! El se vino como una fiera, las niñas se corrieron y los niños me empujaron un poco como tratando de alejar a un leproso de su lado. Cuando John Jairo me cogió de la camisa, la providencia se encargó de poner a la profesora Cristina a mi lado quien le ordenó “que me soltara y dejáramos de jugar tan fuerte”.

Él me miró a los ojos y zarandeándome me dijo “a la salida nos vemos, tocino”.

Para ese entonces, este tocino ya estaba frito.

Los niños me miraban con una piedad genuina, las niñas por poco y lloran conmigo. Solo sé que caminé como un zombie de regreso al salón y unas enormes ganas de orinar perpetuas se apoderaron de mí.

A la salida nos vemos, tocino” me había dicho, de manera matonesca el cruel John Jairo, a quien nunca nadie había ganado la pelea y no iba a ser controlado por mí, quien a duras penas lograba controlar mi vejiga. Yo quería llorar, llamar a mi Mamá a su celular y decirle que fuera a esperarme a la salida del colegio; mala suerte la mía que los celulares aun no habían sido inventados y muy seguramente mi Mamá, como es su costumbre actual, no me habría respondido en ese fatal momento.

Mis ideas eran un carnaval de cosas imposibles, desde hacerme el desmayado (aunque al paso que iba ese era mi destino, por el miedo, o los golpes de ese niño), contarle a la profesora, volarme antes de clase, arrodillármele a John implorando su piedad… nunca antes estuve mas arrepentido de no obedecer a mi abuelo, cuando me aconsejaba cargar siempre conmigo un cuchillo “porque los enemigos no solo son los del alma

El reloj corría de manera vertiginosa y para cuando el timbre sonó, mi vejiga pensó que era una orden de salida del dorado líquido. Creo que unas gotitas sí se escaparon.

Salimos. Todos conmigo, empujándome sin tocarme y mirándome como si estuvieran mirando a Santiago Nasar, como si cargara la lápida en mi espalda ¡Y muy bonita no era!

Antes de que yo pudiera correr, el cual fue mi único realista y a todas luces inútil plan, John Jairo me dio la primera trompada con la cual ya me sabía derrotado; me cogió de la camisa para no dejarme caer y con la otra mano me cogía del pelo diciéndome ¿Quien es el marica? ¿Ah? ¿Quién es el marica?

Si él hubiese esperado una respuesta, con mucho gusto yo habría dicho que yo, que mi Papá, que el profesor… o el marica que él prefiriera, pero eso era una rumba de golpes que no daban tregua alguna, hasta que se arrancaron los botones de mi camisa y yo caí redondo (literalmente) en el piso. No fue valentía, lo confieso, sino instinto primitivo de conservación el que, al sentir el ladrillo en mi mano, se lo lanzó con toda mi porcina fuerza a ese verdugo que ya venía a rematarme. John cayó inmediatamente sobre el andén, tan fantásticamente desmadejado, que si no fuese por mi mala suerte conocida, yo lo habría dado por muerto. Obviamente me fui corriendo antes que se levantara, mientras todos lo miraban con el asombro de estar viendo lo imposible.

Al día siguiente ambos estábamos frente al padre rector, yo con la boca como un florero y él con un chichón que parecía el trasero de un macaco. Fuertes amenazas nos amarraron a la buena conducta y ahora todos hablaban por lo bajo de mi valentía y mi valor.

Ayer, más de quince años después, John Jairo me agregó al facebook; me envió una invitación que decía algo como “Hola, no sé si te acuerdas pero estudiábamos juntos en la primaria… alguna vez me pegaste con un ladrillo”. Yo acepté su invitación y respondí su mensaje con un “Creo que si te recuerdo…creo que si.”

miércoles, 1 de julio de 2009

Sobre la verdadera historia de David.

Estaba pensando en mi gran odio hacia David.

He de confesar que era un rencor que me nacía de las entrañas cada vez que lo veía; tan mono, tan rubio, ¡tan zalamero el miserable!

Cada vez que cruzaba la puerta y sabia que él era uno más de la familia, me entraba ese desprecio demencial por el pobre can que no tenía otra explicación que los celos. Esa vez, cuando se lo regalaron a mi hermana, David era apenas un cachorrito que había abierto los ojos ese mismo día y que había quedado huérfano porque su madre era muy pequeña para la gran camada. Entonces todos en la casa alrededor del pequeño lo mirábamos con asombro y extrañeza; nos turnamos para dormir con él, lo alimentamos y poco a poco se convirtió en la adoración de la familia y en mi tormento personal. El dinero de los helados y pasteles que mi hermana siempre destinaba para mí ahora eran una inversión para que el canalla usurpador luciera un pelaje mejor que el mío; ¡Yo!, que debía ser el más sabroso de los humanos en la casa porque únicamente eran mis zapatos y mi ropa interior las que se devoraba la infernal criatura y lo peor de todo, ahora era parte de mis deberes sacar ese nido-mal-hecho a pasear y hacer sus necesidades.

No miento cuando digo que el perro me odiaba tanto como yo a él: me mordió en dos ocasiones y en ninguna de las ocasiones había gente en casa. ¡Obvio! ¡Ahora ante yo era un mentiroso que intentaba socavar el buen nombre de la peluda bestia que era casi un ángel! Puedo jurar que esa alimaña me sonreía desde el sillón que ahora se llamaba “el asiento de David”.

Entonces llegó el momento cumbre de mi odio, la única decisión que se podía tomar en casos de extrema urgencia: eliminar al tirano. Probé el veneno, en todos y cada uno de los alimentos que él consumía; debió haber sido entrenado con las mismas técnicas usadas por Fidel Castro porque ninguno de ellos dio resultado. Cuando quise envenenarle el whisky en las rocas, se volvió abstemio.

Lo saqué a pasear y lo perdí cinco veces, la última vez fui yo el que no pude dar con la casa fácilmente mientras el bellaco ya estaba apoltronado en “el asiento de David” viendo Lassie.

El día perfecto para eliminar al enemigo era el día del matrimonio de Sury. Con todas las mujeres de la casa, cualquiera podría haber dejado la puerta abierta y el negrito de la esquina, que iría al pueblo vecino, por un par de billetes ya acordados se lo llevaría y lo dejaría allá. Un plan sin errores; perfecto.

Bueno, sin errores sin contar el demencial odio que por mí sentía el perro quien, al verme solo en casa y en un intento kamikaze de destruirme, no sé cómo ni de qué manera saltó desde el tercer piso a la calle. Un coloquio de vecinas escandalosas llegó tumbando mi puerta a golpes y llevando en brazos esa marioneta peluda que tenía la lengua afuera, como si de un ahorcado se tratase. No solo se negaron a declararlo cristianamente muerto, como era mi respetable deseo, si no que me hicieron montar en una bicicleta (aparato que por demás también me odia) y llevar el desmadejado animal hasta la veterinaria al otro lado del pueblo.

No le sucedió nada al perro, quizás estaba enrazado en gato o quizás mi mala suerte era soportar los regaños de mama, el llanto de mi hermana y la presencia endemoniada del roñoso perro. Un año después decidí independizarme, abrir mis alas, dejar el nido y vivir mi vida; con mis maletas en la puerta les decía a todos que tranquilos, que estaría solo a unas calles de distancia, que vendría todos los días; desde su trono personal el dictador aquel me lanzó una mirada altiva, quizás demostraba que me había vencido: por las puertas de esa casa el primero que había salido era yo.

... para Yako