domingo, 17 de enero de 2010

Sobre comidas.

Con una sonrisa alejé el plato. -No puedo comerlo - dije con forzada decencia - cómo podría comer carne de conejo siendo ellos tan lindos, tan peluditos, tan orejones!- seguía argumentándome en el terrible panorama de comerse asado a Bugs Bunny o hacer un buen caldo con el amigo aquel de Winnie Pooh.
Mentía.
No podía imaginarme hincándole los dientes a semejante animal que, habiéndose despojado de su traje de alta sociedad, no era más que una miserable rata. Yo no puedo comerme a Mickey Mouse o a Stuart Little, y a estos por simple fobia.
Me descomponen los roedores, con o sin hermosos trajes, todos son ratas y verlos en mi plato no es algo que me apetezca. Me como las vacas porque tienen cara de tontas… las veo tan simplonas y sin gracia que simplemente me producen hambre.
Desde mi más tierna infancia he corrido de las ratas como una mariquita, me he subido a las mesas y he pedido auxilio. Son sencillamente terribles; una vez jugué con una serpiente, molesté un perro enorme, me tomé una foto con un tigre en un circo y cazaría cocodrilos si visitara el Nilo… pero roedores no, ¡por favor!
¿Los has visto, amado lector, con esos bigotes criminales, con sus caras macabras y ese disfraz de animalito indefenso? Pues uno de esos mordió un niño amigo de un amigo, y al niño le aplicaron inyecciones… EN EL OMBLIGO!!!
¿Que terrible alimaña, por el amor de Dios, es capaz de provocar un mal tan grande que te inyecten en tan mala parte?
No… China podrá comerse todos los ratones del mundo, pero yo no, ni ratón ni conejo ni ardilla ni nada… me rehusé entonces y me rehúso ahora.
Les temo, con el alma, con saltitos de mariquita y llanto de niña… y por lo tanto espero que la vida los mantenga alejados para siempre de mi camino… y de mi mesa.